Hay más de mi en un mundo encerrado.

Pues, yo te escribiré; yo te haré llorar. Mi boca besará toda la ternura de tu acuario.

jueves, 15 de agosto de 2013

"La intrusa", desde otra mirada.

 Esta es la historia que marcó nuestras vidas; nos marcó como familia, personas y, sobre todo, hombres. Relato típico en el que hay un conflicto que parece no tener solución, conflicto generado por una mujer que apareció de la nada dispuesta a cambiarnos, a separarnos, a hacer que lleguemos a odiarnos en muchos momentos.
 Eduardo, mi hermano, solía ser callado y más paciente que muchos de la familia; juntos nos defendíamos de los demás y nos atacábamos a solas. Éramos, mas bie, amigos y hermanos, muy unidos; tanto que en un momento no solo nos unía la sangre, sino también el amor de una mujer: la Juliana.
 Juliana era una mujer atípica, muy particular, la cual pudo enredarnos a ambos en su juego de seducción, de cariño y finalmente de amor. Quise dejarla, lo juro; traté una y mil veces de olvidarla, pero todos los esfuerzos fueron en vano, no encontraba en ninguna mujer lo que en la Juliana. A Eduardo le pasa lo mismo, o eso creo. Estábamos los dos locos, endemoniados, como si nos hubiese hecho una especie de hechizo, de conjuro.
 Cuando nos dimos cuenta del mal que nos hacíamos compartiendo a la mujer, llegamos a un acuerdo: venderla. En ese entonces, Eduardo conocía a la dueña de un prostíbulo de Morón, por el camino de Las Tropas, y como no encontramos otra solución, decidimos alejarla de nosotros: si no era nuestra, no era de ninguno de los dos.
 Los días siguientes fueron eternos, extrañaba su compañía, su olor, su sonrisa... la extrañaba a ella. Finalmente decidí ir a verla, escondido; sin decirle nada a nadie me fui a Morón para reencontrarla. En el camino pensaba cuánto podría haber cambiado la Juliana en ese tiempo, si me recordaba, si me extrañaba como yo a ella. Pero cuando llegué me di cuenta de que no era el único que extrañaba a la Juliana, Eduardo también lo hacía. Avergonzado, me acerqué a él y le propuse volver a comprarla, así nos evitábamos los viajes largos y encubiertos. Accedió, la compramos, era nuestra nuevamente. Él la usaba, yo la usaba. Ambos estábamos atados a ella. Sin embago, no era sano lo que hacíamos, lo sabia y ya no podía prestársela. Ella tenía la culpa, nos supo enredar, enamorar; era ella quien nos usaba.
 Era marzo y teníamos trabajo que hacer. Llamé a Eduardo y nos fuimos al comercio del Pardo tomando el camino de Las Tropas. Nos orillamos, nos bajamos y nos miramos fijamente; él con curiosidad, yo con nervios y sin saber cómo empezar a contarle que había matado a la Juliana. Tuve que hacerlo, se los juro, no tenía otra opción; ya no quería que nos siga separando ni haciéndonos odiar el uno al otro. Se lo dije finalmente y sin detalles, no quería oirlos. Nos abrazmos entendiéndonos, como hermanos que somos.
 No hay día que no la recuerde, que no la extrañe, que no la busque. Si bien llegó para separarnos, finalmente su historia terminó uniéndonos en la complicidad de su muerte.

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