La primera cena fue
estupenda; usamos el comedor grande porque vinieron los tíos del campo a
conocer la casa y al nuevo esposo de mamá. El tío Héctor trajo helado de
vainilla y frutilla, como sabe que me gusta, y luego del postre se fueron. Era
la primera noche en la casa nueva como la familia nueva que éramos.
Mi habitación estaba
casi al terminar el primer pasillo, y digo primer porque habían varios. Desde
la escalera se podían ver solo dos: el primero con mi habitación y la de mamá
más un baño, y el segundo con otras salas que no me atreví a conocer, porque al
final, cuando el pasillo se bifurcaba*, la oscuridad era tal que parecía que un
manto negro estaba colgado de rincón a rincón.
Cuando mamá me mandó
a dormir, después de lavarme los dientes, me hice la macha y no protesté. Era
mi primera noche sola y mi corazón asustado lo sabía, y lo sabía tanto que sus
latidos hacían que pudiera notarlos hasta por encima de las sábanas. Al
principio pensaba en cosas lindas, como cuando fuimos al campo en el verano y
jugamos con el primo Leo en el abrevadero* del fondo, o como cuando fuimos a
comprar el helado de frutilla con Camila y se lo comió el perro. Me quería
reír, pero pensé que iban a escucharme y me tapé la boca. Tenía la mano fría,
como la de un muerto. Y ahí, al acordarme del frío de los cadáveres es que me
volvió el miedo. No podía concentrarme en el recuerdo del abrevadero y ni
siquiera en el gusto del helado. Mi corazón nuevamente quería salirse de mi
pecho, mis manos sudaban asquerosamente y yo no sabía qué hacer. Si gritaba, me
iban a retar; si llamaba a mamá, me iba a quitar la habitación que ahora era
mía. Pero si ahora era mía, ¿de quién fue antes? ¿Y si la persona que dormía en
esta pieza ahora está muerta? ¿Y si no quiere que nadie más se acueste en esta
cama? Cerré bien fuerte los ojos convenciéndome con que sólo eran triviales*
alucinaciones y pensé en el campo, en el cielo azul, en el sol que reverberaba*
en las astas del molino enorme, y me dejé llevar.
No sé en qué momento
volvió el miedo, pero ya no podía evitarlo. Me tapé la cara con la sábana, pero
la densidad de mi respiración me asfixiaba, así que nuevamente salí a la
realidad. No podía distinguir dónde terminaba la cama, dónde estaba la puerta;
jamás había visto una oscuridad tan negra. La habitación se me hizo más pequeña
en ese instante, sentía que si sacaba un brazo de la cama podía tocar la pared
derecha. Pero también creía que si sacaba un brazo de la cama alguien me lo
arrancaría. Miré para el techo siempre pensando en el campo, en el pasto verde,
como si fueran detractores* del miedo, y poco a poco empecé a distinguir
sonidos. Mamá se levantó al baño, tenía que aprovechar cuando saliera para pedirle
que me prenda la luz porque me sentía mal o porque quería leer o porque tenía
un poco pero casi nada de miedo. Escuchaba todavía la canilla abierta, estaba
esperando a que la cerrara para llamarla, pero no entendía por qué seguía
cayendo agua, ¿ya salió mamá del baño? ¿Era mamá? quizás esta casa en realidad
está habitada por fantasmas, quizás la familia que vivía antes está muerta pero
vive por las noches: usan el baño, la cocina, caminan por los pasillos y
duermen. Alguien va a querer dormir en mi cama, bah… la cama que es mía y de
alguien más. Quizás viven en el segundo pasillo, y como a ellos no les anda el
baño usan el nuestro. O quizás allá están los fantasmas.
Mi pieza se seguía
encogiendo cada vez que pensaba algo feo, cada vez que mi corazón estaba más
decido a salir. Me parecía como si los rincones ya no existieran, sino que me
había sumergido en un pozo, en un círculo interminable. Quería llorar pero me
acordé que el tío Héctor una vez me explico que no hay que demostrarle a los
perros que uno tiene miedo porque saben olerlo; quizás los fantasmas también
huelen el miedo. Quería convencerme con que sólo eran irrisorias* minucias* que
la oscuridad y el hecho de que sea mi primer noche sola me infundían*, que era
normal que no me pudiera dormir en un lugar todavía ajeno.
Quería a mi mamá, extrañaba a mi papá. Quería la casa
antigua, que aunque era pequeña no tenía fantasmas. Escuché más ruidos, como si
estuvieran caminando en el pasillo acercándose a mi puerta. Mis latidos
aumentaron y mis manos ya estaban mojadas. Era el fantasma que antes dormía en
esta cama, estaba segura, iba a querer dormir y se iba a encontrar conmigo, y como
a los fantasmas no les gustan los vivos me iba a matar, y yo no quería que me
mate. Se escuchaban zapatos pesados, como si fuese un hombre muy grande que cada
vez estaba más cerca. Me cubrí otra vez de pies a cabeza, me tapé la nariz y
aguanté la respiración para que no me escuchara. Se abrió mi puerta, y yo ya
estaba llorando; se acercó a mi cama, y apreté bien fuerte los ojos; se sentó
al lado mío y grité bien fuerte:
-¡Vení, mamá!
-¡Era hora de que te
levantaras! -dijo su dulce voz- Bajá a desayunar.